Pestañas

María Magdalena Martinengo, Beata

 

 
Nacimiento: Brescia (Italia), el 4 de octubre de 1687
Muerte: Brescia el 21 de julio de 1737
Orden: Clarisas Capuchinas
Fiesta: 27 de julio
Beatificación: Por León XIII el 3 de junio de 1900.

 

«No soporto los elogios dados a cualquier criatura por distinguirse en determinada virtud, por ejemplo, en la abstinencia o en la mansedumbre, o porque resplandezca en toda ella la humildad. Para mí será más santa el alma que supo vaciarse de sí misma, porque en ese vacío pudo entrar de lleno la santidad de Dios. ¡En verdad, Dios mío, tú solo eres santo! Tú haces los santos, Señor, destruyendo en nosotros cuanto puede ser obstáculo para que se infiltre en el alma tu santidad». Así escribía la beata María Magdalena Martinengo en su Tratado sobre la humildad, y ha sido un acierto él haber elegido este bellísimo fragmento, que ahora nos servirá de pauta, como lectura para la memoria litúrgica de la autora. [...]

 

ÉL LA AMÓ PRIMERO

La beata nació en Brescia el 4 de octubre de 1687; era la tercera descendiente, después de dos hijos varones, de Francisco Leopardo Martinengo, conde de Barco, y de Margarita, hija de los condes Sechi de Aragón. El parto fue dificilísimo; la madre quedó fatalmente amenazada y murió cinco meses después; la niña hubo de ser bautizada rápidamente en casa, por miedo a que muriese. Le fue impuesto el nombre de su madre, Margarita. Más tarde, el 21 de agosto de 1691, pudo ser llevada a la iglesia para completar las ceremonias del bautismo que faltaban. Mientras tanto, el 2 de enero de 1689 el conde Leopardo se volvía a casar, tomando como esposa a Elena Palazzi, que profesó a Margarita un verdadero afecto materno.

El año 1694, cuando Margarita tenía siete años, fue confiada para su primera formación intelectual y espiritual a la religiosa ursulina Isabel Marazzi, la cual consiguió, siguiendo la escuela de la gran conciudadana santa Ángela de Mérici, infundirle un convencido apego a la oración y al estudio. Margarita sacó notable provecho, instruyéndose desde aquel tiempo en el conocimiento de las letras italianas y del latín, de suerte que leía los autores clásicos y el breviario romano con gran dominio. Tenía verdadera pasión por la lectura, que con el pasar de los años le procuró una cultura fuera de lo común. Era de una generosidad particular, daba a los pobres cuanto tenía a mano, hasta el punto que, en su casa, se debía tener cerrado con llave el guardarropa, para evitar que lo vaciase.

Según la costumbre de las familias nobles del tiempo, a los once años, en febrero de 1698, fue llevada al internado del monasterio agustino de Santa María de los Ángeles, donde estaban de religiosas dos tías maternas. Allí hizo la primera comunión, en la que sucedió un pequeño accidente que le quedó grabado por largo tiempo en su sensibilidad espiritual, a causa de una formación veteada de rigorismo jansenista. En el momento de la comunión, la sagrada hostia cayó al suelo, de donde ella la tomó con la lengua. «Creí entonces -escribe en su autobiografía- que el Señor sacramentado quería huir del alma sucia de pecados y nauseabunda a su infinita pureza... Se me inició desde entonces un cierto temor reverencial al acercarme a la santa comunión, y un frío mortal me invadía no sólo el alma, sino también todo el cuerpo». Pensó en reparar aquello que creía ser una situación de pecado, aumentando la dosis de mortificaciones, a las que se daba ya bajo el influjo de las vidas de santos que leía con avidez. La gracia obraba eficazmente, no obstante las limitaciones del ambiente, infundiéndole una atracción irresistible a la oración y a la intimidad con Jesús en el tabernáculo.

En agosto de 1699 pidió bruscamente a su padre salir de Santa María de los Ángeles y pasar al internado del monasterio benedictino del Espíritu Santo. No hizo misterio del motivo que la empujaba: las dos tías maternas le resultaban sofocantes.

Antes de entrar en el monasterio del Espíritu Santo, estuvo con la familia algunos meses y anduvo mientras tanto de vacaciones por los montes de la Lombardía, alrededor del lago Iseo. Tampoco aquí dejó de seguirla la acción de la gracia, que le infundió un atractivo sensible por la vida contemplativa. Ella recordaba más tarde que, «enamorada ante la vista de aquellos lugares silvestres y deshabitados, de aquellas grutas tan bellas, que parecía la llamasen a albergarse en la soledad, proyectó retirarse en oración, pero fue retenida por miedo a los lobos que infestaban aquellos parajes».

Comenzaba a vislumbrar la vocación a la clausura, que fue desarrollándose progresivamente y se impuso con fuerza irresistible en la elección de estado. Ya en Santa María de los Ángeles había aparecido un indicio: un día, junto a dos compañeras, intentó huir e irse «a un eremitorio para allí sufrir a su voluntad». No lo consiguió, porque «estaba bien cerrada con llave la puerta secreta del monasterio, de la que quería servirse para salir».

 

LA CONDESITA NO NACE SANTA

En los primeros días del adviento del año 1699 entró en el monasterio del Espíritu Santo, donde había otras dos tías maternas que eran religiosas. Le pareció al principio que entraba «en un paraíso terrenal», pero no tardó mucho en invadirla una penosa aridez de espíritu que se prolongó por unos diez años. Tenía trece años cuando pidió a su confesor emitir el voto de virginidad.

En aquel tiempo fue asaltada de tentaciones de toda especie; invadieron su fantasía «abominables imágenes de cosas nefastas», se le inició un sentido «de pereza y de cansancio de las cosas de Dios»; sentía murmullos de palabras blasfemas, de odio contra el Señor, y llegó a tal desesperación que «casi deseba matarse para ir lo más pronto al infierno». Escribirá más tarde, mirando a este período de su vida: «La navecilla de mi alma, que en el mar de las delicias se encaminaba velozmente a Dios, entrando después en aquel mar de tentaciones, se quedó miserablemente anegada... ¡Oh Dios mío, a qué miserable estado llegó mi alma!». Las penas del espíritu repercutieron en el físico, e hicieron deteriorar visiblemente su organismo en la época del desarrollo.

Los confesores no acertaron a dirigirla adecuadamente y más bien contribuyeron a aumentar su turbación. Las tías religiosas la presionaban para que orientase su vida al matrimonio. Para colmo, vinieron sus hermanos a comunicarle que ya «todo estaba preparado para el matrimonio», y le dejaron libros y romances de amor. Era la primera vez que se le presentaban con su poder seductor las lecturas mundanas, y cayó miserablemente en la trampa. «Loca y ciega -escribió en su autobiografía-, me engolfé totalmente en ellos, que los leía día y noche. Ni aquí acabaron mis pecados. Fui pomposamente vestida, y yo, toda llena de soberbia, me vanagloriaba; mientras todas las monjas espirituales se alejaban de mí, y las otras, deseosas de mi casamiento, me alagaban».

La gracia, que la había preservado desde la infancia, no había eliminado la debilidad de la naturaleza. No había nacido santa, y debió saborear la humillación de la derrota. Pero intervino la misericordia del Señor y le hizo sentir, en la oración delante del sagrario, la llamada a la vida religiosa contemplativa. Precisamente en aquel tiempo, una compañera de internado entró en las capuchinas de Pavía y a ella, que antes había preferido «el manto blanco de las carmelitas al tosco sayal de las capuchinas», la virgen María le inspiró que se hiciese hija de santa Clara.

Escribió rápidamente a su padre para manifestarle su intención. Como era de preveer, desencadenó una tempestad tremenda. Comenzaron las tías, y siguió el confesor, a declarar que aquello «era sugestión diabólica, que la ponía en peligro de condenación eterna, siendo incapaz de elección alguna en el conflicto en que se encontraba, y que sería mejor desposarse».

Tenía 17 años, terminaba entonces la formación en el internado del monasterio del Espíritu Santo y por tanto volvió a la casa. Aquí los familiares recurrieron nada menos que a la consulta de tres renombrados teólogos para que estudiasen el caso y se pronunciasen sobre el mismo. La sentencia fue que efectivamente no se trataba «de una vocación divina, sino de un peligro manifiesto».

Margarita objetó que, «para asegurarse de su vocación, le bastaba a ella leer el Evangelio, les daba las gracias y declaraba que se abandonaría en los brazos de Dios, para que la gobernase a placer... y que por ello la dejasen en libertad, y no la inquietasen más sobre aquellos propósitos». Mientras tanto, pasando a los hechos, se presentaba en las capuchinas de Brescia, siendo aceptada y enviada, según la costumbre de entonces, a pasar la cuaresma en el colegio Maggi, dirigido por las ursulinas, para prepararse a la toma de hábito junto con otras tres postulantes.

Después de pascua, el padre, con el pretexto de acompañarla a saludar a un tío en Venecia antes de entrar en clausura, le preparó un viaje por varias ciudades de Italia, con la finalidad de distraerla y apartarla de su vocación. Fue el último intento, y poco faltó para conseguirlo.

En Venecia, el tío le hizo frecuentar la casa de un senador de la República y organizó los encuentros de tal modo que un hijo de éste se enamoró de ella pidiéndole la mano. En aquel momento la condesita, con dieciocho años, experimentó una vez más que era «más voluble que el viento, más ligera que una rama». Una tarde se retiró a su habitación y se dispuso a extender una nota dirigida a su padre para comunicarle que accedía ya a las reiteradas propuestas matrimoniales. Entró en aquel momento una de sus doncellas, que la conocía desde pequeña, y le preguntó qué estaba escribiendo. Margarita le confió que pensaba desposarse con el hijo del senador. Entonces, la sabia y cariñosa sirvienta le pidió que aplazara el envío de la comunicación a su padre y que se la mandara a la mañana siguiente, después de haber pedido luz al Señor en la oración. De nuevo, Aquel que la había elegido gratuitamente por un diseño de su amor, intervino con el poder de su gracia y transformó radicalmente su estado de ánimo, confirmándola en el propósito de hacerse religiosa. Pasó la noche delante del crucifijo; por la mañana estaba decidida, y se lo comunicó al padre en términos que no admitían réplica.

El 14 de agosto estaba de regreso en Brescia. Siguió un curso de ejercicios espirituales en el colegio de las ursulinas, y el 8 de septiembre de 1705 tomaba el hábito religioso entre las monjas capuchinas de Santa María de las Nieves, en Brescia, cambiando el nombre de Margarita por el de María Magdalena.

En el momento de entrar en el monasterio, después de la extenuante tensión del adiós familiar, tuvo que experimentar todavía un temblor de su naturaleza sensible, al despedirse de su amiga íntima la condesa Paola Avogadro. Lo describe del siguiente modo en su autobiografía: «¡Oh Dios!, qué perturbaciones eran las mías. Habiendo entrado una a una las tres compañeras, entré también yo en cuarto lugar; y por ser la última en entrar fui estrechamente abrazada por una dama, que pienso la instigase el demonio para abrazarme; di aquel paso con tanta violencia, que creo no será más grande aquel cuando se separe el alma del cuerpo». Al renunciar a los afectos más queridos, sintió un desgarrón como si fuese a morir; pero eligió seguir su vocación con la voluntad decidida de amar al Señor a costa de cualquier sacrificio. Quiso ser capuchina, escribirá ella, no por el pundonor de cumplir lo que había dicho, como insinuaban los parientes y repetían los teólogos consultados, sino para amar a Dios con todo el corazón, pues estaba absolutamente segura de ser esa la voluntad de Dios, al que únicamente deseaba agradar. Antes que el prestigio de la propia familia, eligió pertenecer a Dios.

 

NO QUIERO MORIR

En el monasterio le esperaba la cruz, con pruebas terribles de escrúpulos y de arideces espirituales. El confesor le podía ayudar poco o nada.

A estas molestias, escribe María Magdalena en su autobiografía, se añadía la de una maestra de novicias que, si bien era santa, era demasiado austera; y no le inspiraba confianza la novicia, y no la entendía. Y es que la maestra no sabía todo lo que pasaba dentro de su novicia, y las continuas batallas que en tan infeliz estado sostenía. De hecho, a la comunidad reunida para la primera votación sobre la idoneidad de la novicia, la maestra declaró categóricamente que, «si sor Magdalena era admitida a la profesión, sería la ruina de la Orden». En una situación tan crítica e inapelable, no había para la pobre novicia otro refugio que la oración. Contrariamente a lo acostumbrado, las monjas llamadas a votar rechazaron el parecer de la maestra y de manera unánime votaron a favor de la novicia. La maestra fue sustituida por otra más comprensiva. Al año exacto de la toma de hábito, el 8 de septiembre de 1706, sor María Magdalena emitía la profesión religiosa.

No acabaron con esto las pruebas interiores. Los escrúpulos, las tentaciones, las noches obscuras del espíritu continuaron y alcanzaron el culmen de la desesperación. En 1708 dio los ejercicios espirituales en el monasterio un padre jesuita, el cual, siguiendo un estilo de tipo jansenista, habló de la justicia divina en tono apocalíptico como para asustar e incluso humillar físicamente a la escrupulosa y ya atormentada sor Magdalena. En la escucha de aquellas predicaciones amenazadoras no resistió por mucho tiempo: cayó desvanecida en medio del coro, fue asaltada de fiebres altísimas y debió alojarse en la enfermería. No obstante el cuidado de los mejores médicos, no hubo remedio a sus males y llegó a una situación límite. Llamado el obispo, el cardenal Juan Badoero, para una bendición «in articulo mortis», éste, creyendo consolarla, le dijo: «Ánimo ¡hija querida! Dentro de pocas horas andarás a gozar de vuestro celeste esposo». Pero cual no fue su estupor al sentir responder con tono seco: «¡No, no quiero morir!».

Cuando, después de algunos días, la enferma salió del peligro, el prelado le envió al padre Contarini, jesuita, preparado y experto en los caminos del espíritu, para que la escuchase y tratase de ayudarla. Se vino a saber así que su drástico «no quiero morir» había estado provocado por el miedo del juicio divino, exasperada por el incauto predicador con sus fulminantes amenazas fuera de lugar. Los consejos iluminados del padre Contarini disiparon el equívoco fatal y el Señor le puso su sello. Se le mostró, en efecto, en una visión interior como el gran sacerdote que absuelve, susurrándole al corazón: «Hija, he aquí mi pleno perdón de toda tu culpa».

 

EL CAMINO DEL AMOR

La sierva de Dios experimentó en su piel la aspereza del rigorismo jansenista, pero consiguió superarlo con la docilidad a las equilibradas directrices de quien supo comunicarle el pensamiento auténtico de la Iglesia. Se abandonó con confianza filial al Padre de las misericordias, dejándose introducir por el espíritu de amor en la intimidad de la vida trinitaria, a través de una intensa experiencia de oración.

Ya en el monasterio del Espíritu Santo había pedido que se le enseñase un método de oración; le fue dado, pero en vano. Tenía un maestro que se reservaba él la iniciativa.

Para conocer el itinerario espiritual de María Magdalena, es fundamental seguir el camino que recorre desde el principio y que la llevó de la oración afectiva a la contemplación infusa. Lo describe así en la autobiografía: «Continué mi método de hablar con Dios..., así el Señor por su infinita bondad me correspondía internamente con palabras dulcísimas. Hablándole le decía: "Os amo, mi Dios; os adoro, mi bien". Y diciendo de este modo, ponía la cabeza pegada al suelo y rápidamente el Señor desde la intimidad del corazón me respondía: "Querida hija, tú me amas, pero yo sin comparación te amo más". Si le decía: "Señor, tomad mi corazón que yo no lo quiero más", Él, agradeciendo este ofrecimiento, me parecía que, quitándome el corazón, me pusiese el suyo todo inflamado en amor; y yo, no pudiéndolo sufrir así encendido e inflamado, me desmayaba por el ardor que suavemente me consumía...».

En este tipo de oración está ya configurado, en sus líneas esenciales, el camino del amor que a lo largo de su existencia desarrollará en experiencias místicas extraordinarias, como éxtasis, visiones, intercambios de corazones y desposorios con el Señor, celebrados en la liturgia del cielo. Aquello que va siempre puntualizado es la intervención determinante del Señor, que toma la iniciativa y lleva a la criatura dócil a vibrar en sintonía con el toque del espíritu de amor.

Sor María Magdalena es consciente de ello y declara: «Mi oración es más obra de Dios que mía, siendo Él el principal agente de esta alma, obrando más a la manera divina que a la humana». Describe después del siguiente modo su respuesta de amor: «Me hincaba delante de la divina majestad, y tomando el crucifijo en la mano lo besaba estrechándolo hacia mi pecho ya hablándole, ya pidiéndole perdón de mis pecados, o bien solicitándole su santo amor, o bien prometiéndole fidelidad y suplicándole que me crucificara toda con Él, o bien ofreciéndome toda en holocausto perpetuo y renunciando con total desprendimiento a todas las cosas del mundo, como para ocupar todo mi corazón, creado únicamente para servir y amar sólo a su Creador».

Hija auténtica del serafín de Asís, sor María Magdalena se dejó cautivar no sólo por la cruz, sino también por la Eucaristía. Pasar horas y horas ante el tabernáculo, era para ella una necesidad: «Era tan grande -escribe- la correspondencia de amor con el divino amor sacramentado, que el día en que comulgaba me parecía vivir toda fuera de mí y transformada en amor... Le decía con frecuencia: Señor mío, renunciaría a los esplendores de vuestra gloria, donde íntimamente saciáis a los santos, para poder vivir siempre a los pies de vuestro altar, adorándoos en los escondites de la fe, de la misma manera que entre los esplendores de la gloria».

Señalaba al máximo de esta disponibilidad en el hecho de preferir la adoración en la fe al esplendor de la visión beatífica. Es una orientación constante de su teología espiritual, anclada en la palabra de Dios, experimentada con pruebas hirientes de las noches de los sentidos y del espíritu. Sobre la estela de la más genuina tradición franciscana, María Magdalena traza un itinerario del alma a Dios, empedrado de cruces, iluminado de seráfico ardor. Escribe páginas estupendas, en las que ofrece una riqueza admirable de enseñanzas con un lenguaje espontáneo, humilde y noble, nacido siempre de una experiencia vivida en Dios. Es un verdadero tesoro de celeste sabiduría que, desgraciadamente, por negligencia de quienes la siguieron, ha quedado en gran parte sepultado en los archivos.

 

EL AMOR VIVE DE EXCESOS

Era ésta una de sus máximas, que repetía con mucho gusto para llevar a la contemplación de las locuras del amor de Dios, e insinuar la respuesta que la criatura debía dar. Al exceso de un Dios muerto en la cruz, era necesario responder, según ella, con un exceso de mortificaciones, pero cuyo contenido debía ser el amor, y la forma, igualmente, un juego de amor.

Tenía poco más de diez años cuando, en el monasterio de Santa María de los Ángeles, daba a las compañeras internas un espectáculo curioso y significativo. Con el pretexto del calor, a veces se descalzaba y bromeando corría con los pies desnudos entre los escombros, las ortigas y espinas, hasta ensangrentarse los pies y las piernas. A continuación concluía con una llamada clara a la lectura de la vida de los santos, diciendo con agradable desenvoltura: «Por amor de Dios se hace así».

En el monasterio de Santa María de las Nieves, donde la mortificación era personal, pudo dar pleno desahogo a su sed insaciable de penitencia. No es posible hoy relatar el elenco interminable de sus increíbles mortificaciones sin quedar desconcertado. Queremos saltarlos a pies juntillas, para ahorrar al lector una instintiva reacción de horror. Ya en el proceso de beatificación, el promotor de la fe tuvo que exclamar, al ver desfilar delante de sí los instrumentos penitenciales de la sierva de Dios: «In his recensendis horrescit animus!», al hacer la relación de los mismos queda uno horrorizado. Estamos en el límite extremo, casi alucinante, de un amor que quiere manifestarse a toda costa con exageración.

Para hacer menos incomprensibles tales exageraciones, debe precisarse que las mismas no le impidieron jamás atender al cumplimiento de sus deberes y oficios, y que siempre tuvo el permiso expreso de los confesores, los cuales le reconocieron una singular vocación y un carisma extraordinario de penitente heroica.

De esto no hay que deducir que ella no sintiese el peso de las mortificaciones, todo lo contrario. Veamos, en efecto, cómo se desahogaba en un momento de soledad y de incomprensión: «Y se creen los confesores que esto procede por tener yo una naturaleza fuerte como de hierro y que no siento los sufrimientos. Pero no es verdad, porque cuando el Señor se esconde, bien siento yo qué naturaleza tengo y cada picada de pulga alza en mi carne una ampolla. ¿Qué diré, pues, de tantas disciplinas y cilicios? Es tan fuerte alguna vez el tormento que siento en todo mi cuerpo que, si Dios no me diese un auxilio especial, sé que no podría sufrirlo y me arrastraría por tierra como una serpiente».

Era, por tanto, el Señor quien le daba la fuerza, pero ella aceptaba el sufrimiento satisfaciendo con su persona. Era por puro amor; amor que le arrancó el slogan: «En las cosas más arduas es necesario obrar a lo heroico».

Para «obrar a lo heroico» y mantenerse en una tensión constante en el radicalismo del amor, multiplicó los votos privados, que añadió a los públicos, emitidos en la profesión religiosa. Su anhelo irrefrenable hacia el amor infinito superó todo obstáculo; bastaba que sintiese un impulso interior hacia una propuesta de empeño particular más intenso, para secundarlo inmediatamente, ligándose a él con voto. La única condición impuesta era tener el consentimiento de los confesores.

En la Navidad del 1712, con el sabio consejo del obispo-cardenal Badoero, emitió el voto de hacer siempre aquello que pareciese ser lo más perfecto y más agradable a Dios, voto ya emitido por Teresa de Avila y que Gregorio XV, al canonizarla, alababa como «magnánimo, inaudito y extremadamente arduo».

María Magdalena añadió el voto de tender a la santidad «en todos sus pensamientos, palabras y obras, sin tregua, hasta la muerte, de noche y de día, con suma atención, en todo momento, sin descanso, de modo que su vida llegase a ser un continuo entretenimiento con Dios, que es vida, centro, verdadero reposo, sin jamás, si fuese posible, separarse de Él».

Alimentó su ardor loco por la penitencia con el voto de imitar la pasión de Jesucristo, «con la renuncia de todo consuelo interno y externo y con el abrazar todo sufrimiento también interno y externo para terminar la vida siempre en las penas y angustias, clavada con Cristo en la cruz y en unión de la Virgen dolorosa».

La lista no finaliza aquí: emitió hasta dieciséis votos. Nos encontramos sin duda ante un caso singular y, digamos también, ante un típico montaje barroco del siglo XVIII en clave espiritual. Hija de su tiempo, supo vivir con ágil libertad en este tinglado, para nosotros enmarañado y agobiante de votos y ataduras sin dejar respiro. Para ella no eran impedimentos, sino «vínculos de oro, vínculos de amor, que ligándome al omnipotente y amorosísimo Señor -escribía- me sirven de alas para volar a su seno, lejos de todo lo creado y también de mí misma, porque cuanto más disminuyo con la continua mortificación y muero a mí misma, tanto más me siento ligera y veloz para volar a Dios... Por consiguiente, vivo en sus divinos brazos, y siempre viviré alegre y contenta, pero al mismo tiempo mártir dolorosa por causa del amor, siendo Él solo el que me hace gozar y languidecer, penar y gustar su bondad, incluso en medio de mis infidelidades».

 

AMÓ CON LAS OBRAS HASTA LA MUERTE

La sierva de Dios no se encerró en su castillo interior de contemplación y de penitencias, sino que se abrió generosamente al servicio del prójimo con obras virtuosas de abnegación y caridad.

Escudriñando en sus escritos, leemos entre otras cosas: «Dios no recibe con agrado aquella oración que no está acompañada de nuestra perfección. Y creedme que vale más un sólo acto de virtud, que todos los rosarios que podáis jamás rezar... ¿A quién favorece hacer oración, si al salir de ella no fuésemos mortificados, pacientes, humildes, caritativos, amantes del silencio, deseosos de sufrir y de asumir cualquier trabajo para aliviar a las otras, sin excusarnos por las reprensiones, aun en el caso que fuésemos inocentes?».

Sin proponérselo, sor María Magdalena traza aquí su autorretrato espiritual: una contemplativa que da autenticidad a la oración con una ascesis exigente y un incesante servicio al prójimo. Quien la acusó de quietista, ignoraba del todo su vida y el meollo de su doctrina espiritual. Y verdaderamente María Magdalena, señora toda de una pieza, tuvo que sufrir incluso la afrenta de ser acusada de herejía, «engañada, ilusa de espíritu, toda una mentira». En el monasterio no faltaba el sentimiento de la humana debilidad; hubo cuatro monjas que se le opusieron hasta la muerte e, incluso, más allá de la misma muerte; hubo un confesor, Antonio Sandro, desde 1728 a 1731, que quemó como heréticos sus escritos, y un vicario que le prohibió hablar de cosas espirituales con sus ex novicias. Ella soportó todo en silencio, esperando humildemente y pacientemente que pasase la tempestad. Ni siquiera es necesario decir que fuese insensible; se la ve temblar, como una caña batida por el viento, con sólo sentir nombrar a dicho confesor.

En los treinta y dos años de clausura, pasó por todos los cargos existentes en el monasterio: fue cocinera, recadera, hortelana, hornera, barrendera, guardarropas, lavandera, lanera, zapatera, cantinera, secretaria, bordadora, ayudante de sacristana, maestra de novicias, portera, vicaria, abadesa.

Perteneciente a una de las familias más nobles de Brescia, ingresa en el monasterio «no para enseñorearse, ni dominar, sino más bien para estar sujeta a todas, y esto con perseverancia hasta la muerte, a ejemplo de Jesucristo». De novicia la mandaron a cavar en el huerto bajo el ardiente sol; de neoprofesa fue asignada como fregona en la cocina. Con toda simplicidad confiesa que, «no acostumbrada a los trabajos de la vida en religión, al hacer todo aquello tanto me sofocaba, que me convertía como en un fuego, y a veces, estos trabajos me eran tan grandes, que me parecía como que se me dislocasen los huesos».

Un día, tocando la campana, se le dislocó literalmente un hueso del hombro. Acudió en su socorro una religiosa, se llamó al médico y «fue encontrado un hueso más fuera de su sitio que los otros, que no se consiguió ajustarlo, y ella permaneció tan contenta, viendo su mal sin remedio, ni consuelo alguno».

Sin haber estado nunca encargada del oficio de enfermera, lo ejerció espontáneamente, de manera especial cuando fue maestra y abadesa, en los servicios más humildes y pesados, «durmiendo de noche en tierra entre los lechos de las enfermas para servirles más prontamente en sus necesidades, siendo del parecer que las enfermeras deben dar un adiós al propio cuerpo, no escuchando las propias pequeñas incomodidades en sus responsables trabajos, porque en la enfermería no debe haber otra cosa que pura caridad».

Se encontraba en su salsa en los servicios más humildes y pesados: había sustituido el título de condesa por aquel evangélicamente más prestigioso de «criada del monasterio», y lo era de hecho. En 1731 escribió al papa para que pusiese el veto a su elección para cargos importantes; pero la petición fue bloqueada por el confesor. Fue elegida abadesa en 1732, y se sirvió de este cargo sobre todo para ejercitar su espíritu de servicio y caridad. Había escrito en una deliciosa obrita titulada Luz para los superiores: «El superior no sólo debe tener caridad, sino darla a conocer de hecho a sus súbditos que han de tenerla y con pasión».

Una pobre religiosa, a causa de una gangrena avanzada, estuvo diez días en coma; quiso permanecer a su cabecera noche y día, y liberó a las encargadas para responsabilizarse ella.

Tenía una compasión más que materna por las enfermas y pedía a veces al Señor que las librara de sus sufrimientos pasándoselos a ella. Sucedió así con el mal de oídos de sor María Felice, con un convulsivo dolor de dientes de sor María Ángela, con una artrosis cervical de sor María Isabel, con una llaga en la rodilla de sor María Celeste.

Para su ciudad natal, amenazada de peste, obtuvo que se alejara el azote, ofreciéndose como víctima e intensificando las penitencias. Como san Pablo que llega a desear ser anatema de Cristo en favor de los hebreos, sor María Magdalena se ofreció «a ir al infierno para conseguir a los pecadores la salvación eterna». Y no fue éste un ofrecimiento veleidoso, sino la expresión suprema de una vida inmolada, crucificada a una penitencia heroica por amor de Dios y del prójimo.

 

Y LLEGÓ LA HERMANA MUERTE

Ingresó en la enfermería en octubre de 1734. Y en este desbordamiento de caridad se fue consumando hasta el final.

El jueves santo de 1737, no obstante estar al final de sus fuerzas, quiso repetir el gesto del Señor: como abadesa lavó los pies de las hermanas y después, permaneciendo de rodillas, les dirigió una fervorosa exhortación a la humildad y al amor mutuo.

La salud ya no le respondía y, después de pascua, puso en manos de la vicaria el gobierno del monasterio. Un cúmulo indescriptible de males la iba llevando al encuentro de la «hermana muerte».

El ocaso fue rápido y sereno. Cuando supo que el final era inminente, tuvo un arranque de gozo y, toda festiva, vuelta a las hermanas que la rodeaban, dijo: «¡Oh madres, moriré también una vez, moriré!». Y para que contuviesen las lágrimas, con afectuosa ternura, les dio a comer unas moras que tenía delante.

Rezaba en voz baja, usando versículos bíblicos en latín. Se la oyó bisbisear: «¡Voy, voy Señor!», y fue al encuentro del esposo que la invitaba, manifestándole su rostro reverberado de cielo. Era el 27 de julio de 1737; iba a cumplir 32 años de vida religiosa y 50 años de edad.

Fue beatificada por León XIII el 3 de junio de 1900.

Por obediencia a los confesores María Magdalena redactó numerosas relaciones y escritos. Parte de los autógrafos, si bien incompletos, se encuentra en el archivo de la parroquia del Sagrado Corazón de Brescia, y son precisamente: L'autobiografia, 43 pp.; Tratto sull'umiltà, 28 pp.; Massime spirituali, 98 pp.; Spiegazione delle costituzioni cappuccine, 132 pp. En el archivo episcopal de Brescia hay un voluminoso manuscrito, que tiene la copia de la mayor parte de las relaciones espirituales y obras de sor María Magdalena Martinengo. En el mismo archivo existe otro manuscrito que contiene una colección de cartas y de notas de sor María Magdalena, escritas a diversas personas. Existen otras copias manuscritas de las obras de sor María Magdalena. Falta una edición crítica de sus escritos.

 

Fuente: Francisco Javier Toppi, O.F.M.Cap., Beata María Magdalena Martinengo, Biografías de santos, beatos y venerables capuchinos. Tomo II. Sevilla, Conferencia Ibérica de Capuchinos, 1997, págs. 1-18)